Lo
vendí todo. Mi empresa, la casa de la ciudad y la de la playa con
sus muebles y las obras de arte, el ferrari; vendí todas mis joyas y
mis vestidos de diseño. El dinero que obtuve lo doné a diferentes
ONGs. Cogí un petate con lo básico, y fui a bordo de mi yate hasta
una isla desierta en medio del océano Pacífico. Después le regalé
el yate a mi fiel capitán.
La
noticia rodó por periódicos y revistas durante semanas: “Famosa
multimillonaria se desprende de sus posesiones para irse a vivir a
una isla desierta.” Me tomaron por loca, por supuesto. Aunque creo
que lo que más les chocó a la gente fue que una mujer llegara a ser
una empresaria rica y luego quisiera ser una hermitaña pobre. Parece
ser que ambas condiciones están socialmente más unidas al género
masculino...
Ya
en la isla, busqué un lugar resguardado y construí una cabaña.
Antes de ser millonaria se me había dado bien el bricolaje. La isla
tenía árboles frutales, agua potable y aves. Y yo era su única
habitante. Durante años había buscado por mares y océanos una isla
que tuviera las condiciones adecuadas para mi supervivencia. Sin
animales peligrosos, sin cambios bruscos de clima. Y sin gente. La
isla perfecta. Y la encontré. Junto a mi cabaña corría un arroyo
con peces. Entre las copas de los árboles crecían lianas con flores
comestibles. Cogía huevos de los nidos o si me apetecía carne ponía
trampas y cazaba alguna avecilla. No pasaba hambre.
Gozaba
de mi soledad. Sólo oía el agua sobre las piedras, el follaje
moviéndose con la brisa y el canto de los pájaros. Quedaban a años
luz las tediosas reuniones del consejo empresarial, las pilas de
papeles para firmar, los cientos de decisiones que tenía que tomar
cada día. Se me quitaron los dolores de cabeza, mi piel se puso
morena y curtida por el sol, mi salud mejoró. Si alguna noche
refrescaba o quería cocinar, había pulido el arte de hacer fuego
frotando dos varillas. No me faltaba nada.
Un
día estaba tumbada sobre la hierba, cuando oí una especie de
sirena. Me incorporé sobresaltada. Sin aliento, fui corriendo a la
playa. Con los ojos abiertos como platos observé un buque de
pasajeros que desplegaba una escalinata sobre la arena. En el lateral
se veía un enorme cartel que decía:
“ Crucero
familiar de las islas desiertas”
Caí
de rodillas sobre la arena, tirándome de los pelos.