Tenía manos adivinas. Cuando tocaba
el vientre de una mujer encinta, la Maga sabía si tendría un niño
o una niña. Las gentes llegaban desde aldeas lejanas y hasta de
otros reinos para consultarla. Y nunca se equivocaba. Ella, que había
sido maldita con unas entrañas estériles, era venerada por sus
poderes. Vivía en una choza humilde en mitad del bosque, rodeada de
sus hierbas y sus ungüentos.
Un día llamó una joven a su puerta.
Venía de muy lejos, vestía harapos y estaba enferma y la Maga la
acogió. Había hecho un largo viaje de más de cinco lunas sólo
para verla, pues estaba embarazada. La Maga la cuidó y la alimentó.
La observó tendida en su camastro, y vio que era casi una niña. Aún
no había tocado su abultado vientre. Algo se lo impedía.
Recordó cuando ella era pequeña y su
mentora le hizo saber quién era y que nunca podría concebir. De
adulta se dio cuenta de la ironía. Había practicado su arte
estoicamente durante largos años. Miles de vientres habían pasado
bajo sus manos, y ella mecánicamente decía una sola palabra. Y todo
el mundo reía y se felicitaba. Menos ella. Nadie se daba cuenta de
sus ojos tristes. Le daban las tres monedas y se iban. Nadie notaba
lo sola que se sentía la Maga; que no podía concebir; a quien
ningún hombre amaba; que nunca tendría una familia. Pensaba en todo
eso mientras observaba a esa joven miserable que parecía no tener a
nadie en este mundo.
Cuando mejoró, la joven insistió en
hacer la pregunta.
—Maga, ¿qué voy a tener?
Y la Maga, por primera vez consciente
de su poder, harta de tocar tripas ajenas, decidida a acabar con su
soledad, por primera vez sin tocar a la joven, dijo:
—Nada.
Y la sangre comenzó a manar al
instante.
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