lunes, 26 de agosto de 2019

Lejos del mundanal ruido






    Lo vendí todo. Mi empresa, la casa de la ciudad y la de la playa con sus muebles y las obras de arte, el ferrari; vendí todas mis joyas y mis vestidos de diseño. El dinero que obtuve lo doné a diferentes ONGs. Cogí un petate con lo básico, y fui a bordo de mi yate hasta una isla desierta en medio del océano Pacífico. Después le regalé el yate a mi fiel capitán.
La noticia rodó por periódicos y revistas durante semanas: “Famosa multimillonaria se desprende de sus posesiones para irse a vivir a una isla desierta.” Me tomaron por loca, por supuesto. Aunque creo que lo que más les chocó a la gente fue que una mujer llegara a ser una empresaria rica y luego quisiera ser una hermitaña pobre. Parece ser que ambas condiciones están socialmente más unidas al género masculino...

    Ya en la isla, busqué un lugar resguardado y construí una cabaña. Antes de ser millonaria se me había dado bien el bricolaje. La isla tenía árboles frutales, agua potable y aves. Y yo era su única habitante. Durante años había buscado por mares y océanos una isla que tuviera las condiciones adecuadas para mi supervivencia. Sin animales peligrosos, sin cambios bruscos de clima. Y sin gente. La isla perfecta. Y la encontré. Junto a mi cabaña corría un arroyo con peces. Entre las copas de los árboles crecían lianas con flores comestibles. Cogía huevos de los nidos o si me apetecía carne ponía trampas y cazaba alguna avecilla. No pasaba hambre.

   Gozaba de mi soledad. Sólo oía el agua sobre las piedras, el follaje moviéndose con la brisa y el canto de los pájaros. Quedaban a años luz las tediosas reuniones del consejo empresarial, las pilas de papeles para firmar, los cientos de decisiones que tenía que tomar cada día. Se me quitaron los dolores de cabeza, mi piel se puso morena y curtida por el sol, mi salud mejoró. Si alguna noche refrescaba o quería cocinar, había pulido el arte de hacer fuego frotando dos varillas. No me faltaba nada.
Un día estaba tumbada sobre la hierba, cuando oí una especie de sirena. Me incorporé sobresaltada. Sin aliento, fui corriendo a la playa. Con los ojos abiertos como platos observé un buque de pasajeros que desplegaba una escalinata sobre la arena. En el lateral se veía un enorme cartel que decía:

Crucero familiar de las islas desiertas”

Caí de rodillas sobre la arena, tirándome de los pelos.

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