Los cohetes estallaban sobre los
árboles del Paseo de la Florida, por donde Lucía empujaba su carro.
Huía del ruido y la multitud, con todas sus pertenencias embolsadas
dentro del oxidado carrito del Ahorramás. De vez en cuando alzaba la
cara y el resplandor de los fuegos artificiales le hería los ojos
con cataratas. Se los frotó con un pañuelo sucio y echó un trago
de un cartón de Don Simón mientras refunfuñaba.
Junto a ella pasaron un grupo de
jóvenes escandalosos y Lucía agradeció que el vino corriera por
sus venas. Era más fácil ignorar sus insultos. Llegó al enésimo
contenedor del día y rebuscó algo comestible. La gente tiraba de
todo, hasta pollos enteros, sólo por estar un poco quemados. Esa
noche no tuvo mucha suerte. Media pizza reseca, un trozo de
bocadillo, y unos plátanos demasiado maduros pero aún comestibles.
Tras los cohetes, comenzó a resonar
el concierto de algún grupo que Lucía pensó debería ser
ultramoderno y medio famoso, porque le resultaba desagradable y
estridente. Se cruzó con varias personas de mediana edad, algunas
disfrazadas de chulapos, con sus chalecos y gorrillas ellos y sus
vestidos y mantones ellas... “Qué forma de hacer el ridículo”,
pensó Lucía haciendo una mueca. Notó sus miradas y oyó sus
comentarios despectivos en susurros. Se les veía bien cenados y
bebidos.
Por fin, llegó al rincón de cartones
donde dormía cada noche. Comenzó a bisbisear con sus dientes
picados. Enseguida aparecieron tres gatos de diferentes colores,
delgados y sucios, maullando alegremente.
Por primera vez en todo el día, Lucía
sonrió.
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