miércoles, 21 de agosto de 2019

Lucía






    Los cohetes estallaban sobre los árboles del Paseo de la Florida, por donde Lucía empujaba su carro. Huía del ruido y la multitud, con todas sus pertenencias embolsadas dentro del oxidado carrito del Ahorramás. De vez en cuando alzaba la cara y el resplandor de los fuegos artificiales le hería los ojos con cataratas. Se los frotó con un pañuelo sucio y echó un trago de un cartón de Don Simón mientras refunfuñaba.
    Junto a ella pasaron un grupo de jóvenes escandalosos y Lucía agradeció que el vino corriera por sus venas. Era más fácil ignorar sus insultos. Llegó al enésimo contenedor del día y rebuscó algo comestible. La gente tiraba de todo, hasta pollos enteros, sólo por estar un poco quemados. Esa noche no tuvo mucha suerte. Media pizza reseca, un trozo de bocadillo, y unos plátanos demasiado maduros pero aún comestibles.
    Tras los cohetes, comenzó a resonar el concierto de algún grupo que Lucía pensó debería ser ultramoderno y medio famoso, porque le resultaba desagradable y estridente. Se cruzó con varias personas de mediana edad, algunas disfrazadas de chulapos, con sus chalecos y gorrillas ellos y sus vestidos y mantones ellas... “Qué forma de hacer el ridículo”, pensó Lucía haciendo una mueca. Notó sus miradas y oyó sus comentarios despectivos en susurros. Se les veía bien cenados y bebidos.
    Por fin, llegó al rincón de cartones donde dormía cada noche. Comenzó a bisbisear con sus dientes picados. Enseguida aparecieron tres gatos de diferentes colores, delgados y sucios, maullando alegremente.
    Por primera vez en todo el día, Lucía sonrió.

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